A veces las manos se me caen, se desgajan como hojas, se deslizan entre olvidos y ropas, les nacen grietas por donde pierden las ganas, por donde lloran como niñas mimadas o como ancianas solas. Antes, mis manos y yo solíamos tener discusiones pero ya no les hago caso: se empeñan en convencerme de que vivir no equivale a hacer cosas. Les recuerdo que trabajan para mí, que viven gracias a mí, pero entonces se ríen de sus grietas y yo sé del dolor de su risa. Ellas son tercas, como yo. Con terror me pregunto qué pasará el día en que mis manos dejen de vivir para mí.